la niña del millón de años



Relato de misterio sobre un desconcertante suceso ocurrido en Orce, cuna de la civilización Europea. 

Por la historia que te voy a contar, podríamos pensar que cuanto más repite algo más real se vuelve. En el mismo sentido, o en sentido contrario, voy a ir proponiendo también que aquello que nos ocurre esporádicamente es más ficcional —más incierto, falso— por el mero hecho de que no se repite tanto.

Lo digo básicamente porque aquellos esquejes de nuestro transcurso en que nuestra mente derrapa, como cuando padecemos un déjà vu o cuando confundimos sueño y recuerdo, son cosas muy puntuales la mayoría de las veces.

¿Entiendes por dónde voy?

Quizá cuando te empiece a contar lo que nos ocurrió en Orce entiendas mejor a lo que me refiero con este lioso jeu d'esprit. Comienzo.


Fue una total coincidencia que visitásemos la cuna de Europa justo cuando esta se estaba desmoronando. De hecho en nuestro grupete (un sucedáneo postmaterialista de la Comunidad del Anillo) hablamos más bien poco o nada de política. Algo que me llama soberanamente la atención puesto que el mass media parece empeñadísimo en enjaretarnos la idea de que pocas cosas han de interesarnos más allá del cacareo de los políticos.

Pero seamos francos, esas otras cosas más allá ocurren frecuentemente y todo el rato siempre. Al racimo de todas esas otras cosas Unamuno lo llamaba la ‘intra-Historia’. Ramo de sucesos y pareceres que por cierto, y desde la perspectiva que sosteníamos al principio del relato, vamos a considerar pero que muy tintado de verdad. Y a la otra miríada de cosas, las que salpican desde las pantallas y tabloides, si te parece, las llamaremos posverdad.

Pero como he dicho, nosotros, cronistas de la ‘intra-Historia’ (puesto que lo que te voy a contar es por todas verídico), no nos dirigíamos a Orce por el hecho de que allí fuesen encontrados los restos supuestamente más antiguos del sapiens europeo.

¿Qué por qué íbamos a Orce a pasar unos días encerrados en una cueva? Pues si te digo la verdad no lo sé, y como no lo sé, tengo la impresión de que no íbamos por ningún motivo en concreto. Si al menos todo el grupo se hubiese puesto de acuerdo en debatir y dejar constancia por escrito de nuestra motivación más intrínseca para realizar aquel periplo, entonces podría decirte que teníamos un motivo real. Pero ese debate y el subsiguiente consenso tuvieron lugar cero veces.

Sí es cierto que teníamos constancia de los hallazgos arqueológicos de Orce, pero no sacamos mucho el tema. Así que en general nos sirvieron como caldo de cultivo para hacer algún que otro chascarrillo, de lo cual empiezo a elucidar la idea de que sólo íbamos a Orce para desopilarnos existencialmente hablando.

Durante muchos años la comunidad científica se batió el cobre por aclarar si los restos paleobiológicos encontrados allí, datados en un millón de años, eran de un homínido o de un caballo. Algo que me trajo a la sesera el descubrimiento del que es considerado el fósil más antiguo: la cabeza del fémur de un elefante que durante mucho tiempo se pensó correspondía a la descomunal caja escrotal de un gigante. En el camino hacia Orce alguien dijo, y si te digo la verdad no atiendo a recordar quién fue (ya que sólo lo dijo una vez), que los arqueólogos sólo se ponen de acuerdo con los historiadores si lo que desentierran es un cojón de pato.



Voy pasando ya a ir relatándote lo que es la clave de esta historia. Lo que en cuanto sucedió, bueno, más bien, en cuanto dejó de suceder, consideré que sería la clave absoluta de nuestro viaje, el anillo ventral al que se sujetarían los recuerdos de aquellos días frugales. Al menos hasta que dicho anillo se desvencijase, irremediablemente, a causa del deshilachar del tiempo.

Ana María Matute sostenía que sólo hay dos cosas que matan: el tiempo y el sufrimiento. Y que al contrario que el tiempo, el sufrimiento no tiene mayor interés porque de él sólo se saca vejez. Pero del tiempo sí que podemos extraer importantes vetas con las que adornar nuestra vida. Añado por mi parte que una de esas vetas podría ser el misterio de la felicidad. Porque aunque el sufrimiento siempre se ha pintado como la mayor veda de aventura y aprendizaje, si el ser humano tiene tanto miedo a ser feliz podría ser porque en el camino de lo risible y lo solaz se podrían esconder abismos aún más insondables y enigmáticos que los que se esconden bajo el penar.

El suceso que te voy a narrar duró poquísimo tiempo, apenas medio minuto, el suficiente como para que yo pudiese entablar aquel evocativo simposio con Ana María, que está muerta, el suficiente como para muchas otras cosas.

Me dieron ganas incluso de romper la conversación que estábamos entablando sobre aquel fenómeno mientras sucedía (romper la conversación con mis amigos digo, volvamos a la ‘intra-Historia’). Romperla diciendo algo así como:

«Que sepáis que no todos los recuerdos se pierden, y, si lo sopesáis, éste difícilmente lo vais a olvidar ahora o nunca, porque lo que está ocurriendo no se volverá a repetir. Y son esas cosas las que mayormente nos marcan y trascienden dentro de nosotros, lo inesperado, lo encontradizo, el inconnu o la paradoja dentro de este pequeño mundo que compartimos, mundo que consideramos predecible, pero que no parece serlo. Considerado profundamente nada se repite en realidad. No hay inercia.»

 

Pero no lo dije. Creo que me dio tiempo a pensar algo así como: no quiero pontificar sobre nada, no quiero que luego se rían de mí con que si soy el chamán del grupo, que si pitos que si flautas. Pero sobre todo no quería romper la magia del momento. Y eso es porque creo firmemente que mis amigos estaban tejiendo pensamientos más halagüeños que yo gracias al embrujo en el que nos imbuyó aquel suceso.

El menda, durante buena parte de aquel medio minuto no pudo quitarse la imagen de Matute siendo anulada existencialmente por su primer marido, usada y vilipendiada por un hombre innegablemente egoísta, empequeñecida por el hechizo del amor. Comportarse como un puto crío por amor, dejar de cotejar racionalmente méritos y defectos en el otro por culpa de los sentimientos desaforados, ¿cómo algo que ocurre tantas veces, por no decir todas, nos sigue cegando a todos y casi todo el tiempo? Tantas veces.

En el siguiente apartado voy a contarte ya lo que nos sucedió, no desesperes. Pero antes déjame que te aclare por qué se me vino a la mente aquel batiburrillo sobre la Matute.

No soy tan cenizo como piensas, de verdad. El pensamiento al que me abocó aquel fenómeno del que te voy a hablar enfilaba bastantes visos de ilusión. Pero es que precisamente por eso me acordé de la Matute: porque a ella se le ha ensalzado mucho por saber engendrar de nuevo en la vida madura la ilusión de un niño; de hecho escribía libelillos (tochámenes en realidad) rollo fantástico tipo Tolkien. Pero cuando reflexionas sobre su vida personal te das cuenta de que haber estado en los mundos de Yupi le pudo haber vuelto, más que ilusionada, ilusa. Y ello podría haber sido la causa de que permaneciese demasiados años casada con un depredador.

A la sazón: habida cuenta de que yo había sido pero que muy Matute en tantos tramos de mi vida, y con la respectiva mordida  de polvo a posteriori, ¿debía ilusionarme ahora como un niño al estar atendiendo aquel fenómeno tan aparentemente irreal?

Al final de aquel medio minuto decidí arriesgarme, decidí que sí, decidí que las últimas palabras que barbotearían por mi córtex antes de que el fenómeno se desvaneciese serían las de Santiago Beruete: vivir es nacer incesantemente. Brindé con ello rememorando que Matute se separó finalmente de Goicoechea, con lo que logró retomar las riendas de su vida; brindé con ella.


Hasta ahora no he sabido por qué levante mi taza de té de amapola y la antepuse a la chimenea, llegando a tapar aquella visión durante un segundo. Ahora ya pensándolo más calmadamente deduzco que lo hice para corroborar si era cierto o no, como cuando los muertos se miran al espejo, no se ven, y luego se preguntan: ¿es cierto?

Además, conforme bajaba la taza de nuevo a mi regazo pude ver el reflejo del tintineo de oro en la superficie del agua templada. Era cierto, el muerto estaba muerto y yo vivo. Como decía José Luis Sampedro quitándole todo el hierro al asunto: «Para qué me voy a preocupar más, si cuando la muerte está yo no estoy, y cuando ella no está yo sí». Se refería a fin de cuentas a lo que Epicuro le sopló a Meneceo: «Mientras nosotros somos, la muerte no está presente».

Pero nosotros estábamos, allí estábamos frente a una chimenea donde estaba ocurriendo algo incomprensible. En la ‘intra-Historia’ aquello estaba sucediendo, nada menos que en la ‘intra-Historia’. Era sumamente cierto.

Justo por  encima de las llamas, acrisolado en la superficie del panel de hierro del tragahumos, algo parecía estar cobrando vida.

En lo primero que pensé fue en una constelación de ascuas, pero, como se estaba moviendo, o, mejor dicho, borbolleando, luego pensé en que aquello se parecía más bien al rastro que dejaría a su paso una pequeña comandancia de hormigas ígneas.

Pero conforme las hormiguillas seguían su dilatado paso, hop hop, aquellas más al fondo de la dispar formación desaparecían o eran tachonadas de aquel plano bidimensional como por ensalmo.

No podían ser hormigas entonces, no seres vivos, desaparecían demasiado rápido y ni siquiera emitían un sonido crocante al evanescerse. Como si los humanos un día llegasen a volcar su cerebro en una máquina y te desenchufasen sin querer, algo así de inocuo. Vale que la vida parece ir demasiado rápido lo mires por donde lo mires, pero definitivamente no merecería llegar a ser considerada o convertida en un suspiro. Y si realmente así fuese, o si lo fuese a ser, lo último que deberíamos hacer sería poner de nuestra parte para alcanzar esas lides. Vamos, pienso yo.

Por otro lado, la principal característica del fenómeno es que duró demasiado: como medio minuto. Creo que si hubiese durado menos le hubiésemos dado menos importancia, pero el hecho de que perdurase (aunque fuese cuestión de segundos), de que hiciese como esfuerzo de perdurar, fue lo que nos alarmó.

 

Antonio Gala sostenía que la vida es instante, pero no porque dure poco o sea fugaz, no, al revés, lo suyo era un juego de palabras: la vida es instante porque insta a vivir, a seguir. ¿A seguir para qué o hacia qué? Yo prefiero hacerme el tonto y dejaría responder aquí a Juan de Mairena cuando dio a entender que todo lo que tendríamos que transmitir a los demás sería amor y provocación, provocarles, provocarnos, para no dejar nunca de luchar por seguir aprendiendo y manteniendo la curiosidad, la llama.

Había cierto calor dentro de ellas, se movían, iban y venían. ¿No es eso lo que define en buena cuantía la vida? Y lo que es más: cada vez que en la retaguardia de aquel ‘espagueti constelado’ moría una hormiga o una chispa, justo otra nacía en la vanguardia del pelotoncillo. 

Y aunque ya te digo que la visión fue benevolente para con nuestros cursos vitales, la característica de sincronía con que las motas ignívomas aparecían justo al desaparecer otra nos resultaba, no me importa decirlo, aterradora. 

Tanto, que por mi parte intenté buscar alguna escapatoria conocible a aquella funesta idea del ‘reemplazamiento cósmico’ y volví a querer pensar que podríamos tener delante un pequeño cúmulo de micro-estrellas, si bien de comportamiento anómalo. O más específicamente: de dinámica anómala, más que nada por no darles a las estrellas (las cosas) visos de comportarse. Vayamos a que al final adquieran consciencia y se hagan fuertes.

Hubo incluso quien sugirió que podía tratarse de colgajos de grasa y pegotes restantes de la comida que habíamos cocinado en ese fuego de leña. Habrían apelotonado y reactivado sus organismos microbianos de una forma parecida a como muchos pescados vuelven a contornearse (e incluso a saltar) sobre la sartén al rojo vivo aunque tengan ya la cabeza cercenada y medio lomo, únicamente medio lomo. 

O como en aquel relato de Lem en que distintas aeronaves terrícolas se sumergían en el vacío inter-estelar durante eones, dándose relevo unas tras otras cada centuria hasta lograr alcanzar el otro extremo del Cosmos. Una vez allí lograban al fin el tan ansiado contacto extraterrestre. Aconteció entonces el mayor fiasco conocido por la panspermia terráquea: todo lo que allí encontraron fue unas migajas de algún tipo de pan cuya levadura podrida les habría conferido una primitiva capacidad de expandirse a voluntad... a lo largo de micras.


Pero a decir verdad ese día no habíamos cocinado. Nos negábamos a darle cancha a esa hipótesis del 'cuerpo astral culinario'. Y es que la sola hipótesis de que aquellos restos orgánicos hubiesen ido y venido, desde el ayer y con tal intermitencia, hacia el plano de la vida, podría hacerlo todo mucho más terrorífico. Esta postura abriría puertas incluso a darle cancha a los que piensan que los muertos pueden verse retornados (en obras de arte que crearon antes de morir, en cuerpos que no son los suyos y que se desmenuzan). En resumen, una suerte de magufos de ultratumba con los que ninguno de nosotros podíamos comulgar.


—Siguiendo con la broma, a lo mejor lo que acabamos de ver ha sido el mensaje de despedida de los pinos cuyos troncos estamos quemando —comenté cuando la nube de partículas se desvaneció del todo. Tras pasar ese medio minuto (te hablo de un tiempo aproximado), una a una fueron desapareciendo todas las chispas danzantes de la punta de lanza de aquel pelotón de fuego. Y como las motas de la 'retaguardia' del cúmulo dejaron de reincorporarse, aquella peculiar estirpe que desafiaba la lógica de la voluptuosidad acabó por desvanecerse completamente hacia el tragahumos.

—Venga ya, ¿y qué dirían? —me preguntó mi amiga, que estaba sentada junto al fogón en una banqueta de mimbre. Tenía una manta de lino cubriéndole desde sus babuchas hasta la altura de la cintura. Hacía muchísimo frío aquellos días, lo recuerdo perfectamente porque posteriormente cogí un enfriamiento tan severo que, además del correspondiente resfriado, padecí unas pequeñas convulsiones en los pulmones. Algo que nunca antes me había ocurrido. Pero en aquel momento me sentía bien, los miembros de mi cuerpo estaban templados y pensé que no necesitaba taparme con nada, como sí hicieron mi amiga y algunos otros del grupo. Di el último trago a mi té de amapola antes de responder.

—Que otros entes además de los animales tengan un lenguaje no implica que podamos entenderlo. No obstante, aunque no lo entendamos, aunque ni siquiera sepamos de su existencia, podría ser considerado un lenguaje, perfectamente —dije—. 

»¿Existe un árbol que se está quemando en un bosque en el que no hay nadie para mirarlo?, por supuesto que sí. Gracias a la tecnología hemos podido grabar a tales árboles dotándolos de una existencia que obviamente ya tenían pero que poníamos en duda. Y gracias a próximos descubrimientos (tanto en Ciencias como en Humanidades) podremos vislumbrar muchas otras cosas que ya estaban al otro lado de nuestros límites perceptivos antes de que las 'viésemos', pero que a priori somos incapaces de concebir. Suelo estar de acuerdo en que casi todo lo que sabemos ya se dilucidó en la Antigua Grecia, y que tendemos a reinventar la rueda una y otra vez aunque no nos demos cuenta, pero huelga decir que no todo se sabe aún. El futuro se antoja muy interesante, tanto el de la evolución cognoscitiva de la Humanidad como el próximo, el que ampara lo que tú y yo descubriremos respecto a nosotros mismos en los años venideros.


»En definitiva: sé que por semiótica un lenguaje es algo que habría de entender algún humano o animal, pero creo que debería ir siendo hora de que aceptemos de que no somos los únicas mentes despiertas en este mundo.



Ya prácticamente era de noche. Un último rabillo de la luz de aquel memorable día fue bogando desde el interior de la cueva hacia el único ventanuco que tenía la habitación donde estábamos sentados frente al fuego. El afilado haz parecía tiritar sobre la irregular pared encalada, en la cual se resbalaba con un cromatismo cárdeno tirando a esmeralda. Pero conforme iba alcanzado el ventanuco fue perdiendo su fuerza granate, como si algún pintor sin control nervioso hubiese derramado sobre la escena, sin querer, un goterón de aguatinta amarillento. Dejé la taza en la mesa que había a mi derecha antes de continuar con el final de mi réplica:


—Verás, este confinamiento de chispas con apariencia de consciencia a punto de emerger me ha recordado a las performance nebulares que hacen los enjambres de estorninos en su vuelo de atardecida. Probablemente alguna vez lo hayas visto: adecuándose en sinuosas turgencias el grupúsculo adquiere formas parecidas a las  de un cuajo de tinta negra diluyéndose en un vaso de agua; tal y como si el cielo fuese el mismo agua, la estratosfera el vaso, y la biosfera, sus posos.


»Hay muchos misterios, mitos y leyendas sobre este gregarismo. ¿Por qué lo hacen exactamente? ¿Cómo logran cientos de estorninos ponerse de acuerdo para no chocarse entre ellos durante semejante número de trapecismo? Pero para mí lo más interesante es que el término en inglés para este comportamiento grupal es murmuration (murmullo). Me consta que lo llaman así por los trinos que se forman dentro de esa nube. Pero, si es un efecto visual, ¿por qué le otorgan un calificativo sonoro? Es como si estuviésemos tendiendo a comprender  que esa nube es en realidad un mensaje que envían los estorninos (quizá a otros estorninos, quizá a nosotros, quizá a otras mentes despiertas). Así, cada 'fotograma' de la nube de 'murmullos' podría ser considerado un símbolo o un signo 'lingüístico', o un ideograma. Los cuales ni entendemos ni creo que lleguemos a entender, claro está. Bueno, quién sabe.

—Querido, te fuiste por las ramas. Te he preguntado qué dirían los pinos al ser quemados si pudiesen enviarnos algún tipo de de epitafio respecto a su final, como si el fenómeno que hemos visto en esta chimenea fuese un led por el que se nos han dispuesto las vagas palabras traducidas del 'canto del cisne' de lo que diantres sea eso que ahí ha ardido.


»Pero tú nada, tú a lo tuyo. 

»Puñetas, menudo oremus me has endilgado sin responder en absoluto a mi interrogante  —aseveró mi amiga medio en serio medio en broma. Lo hizo posando su palma sobre mi muslo con una cadencia lenta, como cuando estás en el cine y tu acompañante se huele la tostada y quiere avisarte así de que se avecina una escena dantesca.

—Cualquier ente natural siendo vilipendiado por la raza humana exhortaría, en una situación de vida o muerte, que donde las dan las toman. Eso para empezar —intenté salir como pude del brete con la típica sentencia intensita. Ya sabes, ese tipo de discursos aterrorizantes que se usan para evadirnos de miedos más profundos, miedos a los que antes o después habremos de enfrentarnos, queramos o no. Pero creo que no logré evadir nada.

Siento que me dispersé por la vida. Lo siento, vivo con ese sentimiento y además me veo de alguna forma culpable. No sé qué nos pasa a veces que, cuando al fin parece que alcanzamos cierto grado de felicidad o calma, tendemos a sentirnos culpables, echando todo nuestro esfuerzo anterior por la borda. Dicen que los ricachones que se vuelven filántropos y se hacen fotos con negritos en realidad están tratando de expiar su sentimiento de culpa por todo lo que han ido acumulando mientras, por lógica, se lo quitaban a otros. Blanco sobre negro, canta mucho la cosa. En esos dos sentidos lo siento.

Que me dispersé a lo largo de la vida y por culpa de la vida, por la vida. Algunos lo llamarán depresión, otros crisis vital. Otros simplemente me dirán, te dirán, que nos quejamos de gusto. Pero la cuestión es que ocurrió. A cierta edad, en cierto momento, nos ocurrió, ¿no es así? Nos perdimos de vista, nos dispersamos como un día Pangea se derritió en pequeños y durísimos istmos sobre los que ahora divagan nuestros pies calzados por niños de China. Dispersándonos, fuimos tiempo y qué somos sino todavía eso, solamente eso: ese tigre borgesiano que es el tiempo y que viene a devorarte, que eres tú mismo.

Cuando aquel fenómeno ocurrió frente a nosotros yo estaba justo en uno de esos momentos en mi vida. No lo sabía, es lo curioso, pero lo sé ahora que lo miro desde la distancia. De todas formas, de haber sido lo suficientemente espabilado, hube de haberme cerciorado de que estaba rotísimo por dentro, puesto que busqué razón y luz e ilusión en un mero fenómeno que, si lo hubiésemos analizado en laboratorio, devendría en una clarísima tesis: fue una casualidad, no hay más intríngulis. Me agarré a ese clavo ardiendo especialmente cuando mi amiga dijo, una vez aquel ‘vals’ de ascuas se había evaporado:

—No es la primera vez que veo esto. Lo he visto en otra chimenea, creo que también fue quemando pino seco —y tras decirlo se levantó y empezó a dar pequeños rodeos en torno a sí a lo largo del interior de la cueva, como si aquella coincidencia tratase de atenazarle con unos brazos que no están, y sólo pudiese liberarse de ellos en dinamismo, departiendo.

—Si hay iteración no tiene por qué ser una coincidencia —afirmé por mi parte—. Cuando las cosas se repiten adquieren realismo. Lo que ocurre una sola vez pertenece más bien al campo de la ficción. Y lo que es más, he llegado a pensar que esto que hemos visto frente a nosotros era una especie de paranoia visual, lo que se dice un ‘ente de razón’: lo que sólo ocurre en nuestro pensamiento.

»Que eran sólo chispas dando cabrioleas caóticas, eso, pero por el cansancio nos ha dado la sensación de verlas actuar con cierto sino o capacidad auto-motriz. No en vano, venimos del pico de la Sagra que está a mucha altura, y hemos ascendido demasiado rápido: el oxígeno llegaba tarde a nuestro cerebro. Pero sin embargo, aquí, hoy, ahora, hemos constatado que…

—Eres un pelma —parece que me insultó sin venir a cuento, ¿verdad? Pues no. Tenía sentido. Déjame que te cuente el final de mis pensamientos en torno a este fenómeno y te darás cuenta de lo pelma que puedo llegar a ser.


Recuerdo un romance de mayo. Recuerdo ver las acacias florecer, también el malus floribunda, y el jazmín de China. Recuerdo los bulanicos dispersándose y metiéndoseme en los ojos, mágicos como fosfenos, esas luciérnagas que visitan el párpado cuando lo tenemos cerrado. Recuerdo quedar cegado, por los goterones de crema solar que mis cejas no supieron frenar y por los pellizcos en el iris de uno de esos pocos amores que acaban definiendo, definitivamente, lo que somos y seremos. Aunque ocurran una sola vez.

Recuerdo, por ejemplo recuerdo, escuchar con tremenda pasión y delirio una de mis canciones preferidas de niño, y decirle en silencio, cuando ya no nos hablábamos: “Gracias por volver a descubrirme la primavera, y el verano”.

Pero lo que más recuerdo es que nos besamos una sola vez. Es lo que más recuerdo porque es lo único que puedo recordar, lo único que me permito recordar. Si hago el suficiente esfuerzo puedo caer en el error de recordar que ocurrieron más cosas, que nos proferimos severidades de las que ambos nos arrepentiríamos, por ejemplo. Pero lo que menos puedo permitirme recordar son las cosas que sólo yo pensé. Cómo te lo explico: si nos besamos una sola vez no fue por decisión mía. Además de pelma, pagafantas. Aquí me descubro. Esto me pasa por recordar más de la cuenta.

Pero me incliné hacia relamer aquel único recuerdo, degustarlo como el chicle que mascamos hasta que pierde todo el sabor. Lo hice a lo largo de muchos años y sorprendentemente aquello adquiría cada vez más sabor. Ahora mismo en mis papilas gustativas explota el recuerdo como si estuviese bebiendo un brebaje en que se hubiesen destilado todas y cada una de las flores que brotaron durante aquella primavera, en la Tierra y en Venus, allá donde siempre sea verano. Y sé que este sabor aún puede mejorar.

¿Imposible estirar un sabor tanto tiempo? ¿Todo tiende a menos, a desaparecer? No, te he dicho que nos besamos una sola vez y que lo que ocurre una sola vez se inmiscuye en el campo de la ficción y la mentira, la cual acecha en escondrijos donde cualquier cosa puede ocurrir. Donde incluso lo más improbable puede ocurrir dos veces.

 

Te he contado que al principio hubo muchas dudas sobre los restos óseos que se encontraron en Orce: ¿eran de un homínido o de un caballo? Era muy importante averiguarlo porque podríamos estar ante un descubrimiento crucial en la paleontología: muy pocos descubrimientos relativos a nuestra especie se remontan a la cifra del millón de años.

A decir verdad, en la época de aquel descubrimiento se estilaron tesis que casi daban por hecho, sin lugar a dudas, que aquel descubrimiento era humano. Tal es la de Domingo Campillo en El cráneo infantil de Orce: el homínido más antiguo de Eurasia. Pero ni por ésas el comité científico se aclaró al respecto de un suceso que, al ser tan raro, parecía más bien un pufo. Puede que fuese porque otros descubrimientos parecidos querían llevarse al gato al agua: ya sabes que este tipo de lugares se hacen de oro al convertirse en objetivos de peregrinación del turista moderno más engatusable. Como era el caso de nuestro grupo, por mucho que nos las diésemos de intrépidos viajeros jipis. Sin el GPS no hubiésemos sabido llegar allí ni de coña.

Y entonces la noticia saltó. Ocurrió lo impredecible: en Orce el descubrimiento se repitió, una veintena de años después del primero. Ahora era un diente de leche y esta vez no había duda: era de una niña (o un niño) que había fallecido hacía un millón y cuatrocientos mil años. Por repetición, el ‘misterio del Hombre Orce’ había saltado del campo de la ficción al de la realidad más tangible e innegable.


¿Cuántas veces morirá y nacerá la Humanidad?

¿Cuántas veces se creó nuestro universo? Preguntado de otro modo: ¿hubo un solo Big Bang? Más nos vale que hubiese más de un Big Bang, ¿no crees? Yo entiendo que algunas relaciones se demuestran con el tiempo pero que muy falsas e interesadas. Pero, considerándonos a cada uno individualmente, con nuestro corazoncito y nuestros sueños y nuestro prístino porvenir, ¿más vale que seamos ciertos y no ficticios, no? Venga, no me jodas.

A mí la física cuántica en alguna medida me parece un cuento chino. Pero a ella me aferro: prefiero que nuestro universo se crease más de una vez, aunque sea en espumeantes ventosidades que hubiesen surgido desde el grumo iniciático donde se creó todo; aunque sea esparciéndose hacia otra esquina lúgubre o celestial, que se esparce y se esparce hacia el extremo opuesto del receptáculo donde estamos y somos. Visto así, provendríamos de burbujas que se crean varias veces cada una conteniendo a un universo, algunas de ellas repetidas clónicamente, otras dispersándose más próximas a la unicidad, todas esponjando el éter como cuando te pees en un autobús y no sabes ni dónde esconderte. Pero lo necesitabas. No podemos ser mentira. Lo necesito, yo al menos lo necesito. No quiero ser el único para el que aquel beso significó algo. No quiero que se repita, pero tampoco quiero que sea mentira. ¿Lo necesitábamos ambos?

He intentado comprenderlo todo. He intentado imaginar cómo fue la muerte de aquella niña que nos mandó un mensaje que sólo supimos recibir pasado casi millón y medio de años después. Ella no sabía nada de esto, como nada sabe un niño que haya padecido algún accidente que le merma de todos los sentidos cuando aún no ha aprendido a hablar ni conoce el lenguaje hablado o escrito. Es en esa inmensidad, en ese silencio donde ese niño impedido se pierde y se encuentra, donde las cosas mueren una o varias veces, indistintamente. Donde los universos son únicamente espumarajos y a la vez lo son y lo contienen todo.


Ella, la niña de Orce, murió una sola vez. Su muerte sería su único mensaje, y sus dientes de leche las letras, aunque nos llegasen disjuntas y en una combinación que, como los ‘murmullos’ de los estorninos, no alcanzaríamos a traducir a un lenguaje único y cierto. Lo que no quita que esbozásemos nuestras hipótesis sobre ella, lo que fueron ella y su vida.

Pero la forma en la que yació nos marcaría a todos de alguna forma. Por eso tiendo a imaginármela yaciendo sólo muy levemente y dormidita, recogida en mantones, serpenteando sobre la tranquilidad de su rostro las opalescentes incandescencias de una tarde de primavera. Con mayo a punto de romper, ese puñal estacional que nos amputará todo de lo que nos arrepentimos. Mientras sobre ella siguen anaranjándose los centelleos opalinos al final de la tarde, y siguen siseando en su pabellón auditivo las palabras de consuelo entre sus seres queridos, a los que dejará de querer en cuanto cierre los ojos por última vez, sin querer. 

Esa tarde concreta no se repetiría, para suerte de nuestra niña, pero mayo sí. Mayo se repetiría un millón y cuatrocientas mil veces. Mayo tan real. Se fue repitiendo mayo hasta que llegó nuestro beso, nuestro único beso. Falso.


Muchos años después de nuestro viaje a Orce, y todavía muchos años más después de nuestro primer y único beso, nos volvimos a encontrar. Un encuentro pero que muy chocante, porque desde aquel entonces no habíamos sabido absolutamente nada uno del otro. Había barajado yo incluso su muerte. Pero aun si hubiese muerto, parecía que me seguía mandando mensajes en silencio, como los de aquella niña. Eso es lo que percibí.

Tengo la corazonada de que las personas discurrimos unos extraños carriles que no son ni visibles ni evocables, ni se pueden presentir. Y que son únicos: no los repite nadie antes que nos, ni los repetirá nadie después de nos.


¿A dónde van las hormigas que se separan del hormiguero? Fíjate bien, encontrarse a una hormiga suelta y separada de sus iguales es una cosa extraña y casi milagrosa. No deberían estar haciendo eso. Sé que lo hacen por el bien de su colonia: es decir, que al hormiguero (visto como un grupo o una familia) le interesa que haya por ahí hormigas desperdigadas, por si encuentran algo de interés, y, siempre que sepan volver, vuelvan para dar noticia de que habría que ir en comandita a ese lar a por tal hallazgo, que generalmente será una gotita de néctar o melaza, o parecido.

Pero la probabilidad de que esa hormiga se pierda (o la pisen, o escupan sobre ella) es muy alta. Insisto: por ella misma no debería estar haciendo eso. Otra cosa es que lo haga, sin darse cuenta, para los demás. Y mi inquietud siempre que me encuentro una hormiga así de desolada es la siguiente: ¿hay hormigas con la mente despierta? ¿Alguna de ellas decidiría en algún momento abandonar la esclavitud del hormiguero o su familia? Y por eso andaría desolada.

Para mí es importante que no respondas a la pregunta anterior. Quiero que la mantengamos en total misterio. Además de que, dicho sea de paso, dudo que la ciencia o la psiquiatría tenga alguna vez respuesta para ello. Para mí lo importante es que entiendas que el misterio sobre la propia voluntad (o propiocepción) de la hormiga, las trayectorias en nuestra vida o aquel caótico baile de ascuas que vimos en Orce son, las tres cosas, uno y lo mismo. Un misterio.

Como decía, nos volvimos a encontrar decenas de años después de aquel beso. ¿Qué nos había llevado allí? A ese lugar y a ese momento. Nos había llevado una suma de aconteceres, sucesos, decisiones, etc. Sí, eso sin duda, pero ¿sabes contarlos o cuantificarlos? Imposible. Son tantos, y se agolpan tanto los años unos sobre otros. Son tantas las posibilidades para una hormiga que se empieza a separar, muy poquito a poquito, sus pasos miden micras o menos, del hormiguero.

Así que a veces pienso que las personas nos encaminamos hacia algo y que no sabemos qué es ese algo ni por asomo. Y que la cadena de decisiones que tomamos, sobre todo las que nos hacen dudar seriamente, se adhieren a esa misteriosa senda.

Y mi sensación, al encontrarle allí, tantos años después, tan irreconocibles y casi extinguidos por las achaques, es que buena parte, o todo de nuestra vida, nos había encaminado hacia aquel encuentro.


Se disculpó por besarme cuando éramos jóvenes, aquel mes de mayo que yo casi no podía ni ubicar en mi memoria, probable principio de alzhéimer. Me dijo que me prefería como amigo, que me lo tenía que haber dicho desde el principio. Que siempre quería haber tenido un amigo de verdad. Y que la vida se le había pasado sin encontrar uno. Y que si me perdió fue porque la vida (especialmente lo sucedido en su infancia) le había llevado a tomar una serie de decisiones, casi siempre amparadas en el miedo, que escapaban a su control. Que le hacían seguir una senda que no siempre era la que en el fondo de sí quería para sí, como si su mente no estuviese del todo despierta. Yo confesé algo parecido.

Tomamos una infusión de corteza de sauce y un crêpe cada uno. La taza me temblaba en la mano cada vez que la levantaba y me di cuenta otra vez de que aquello ya no me sabía como antes. El tiempo me había mermado una sola vez (aunque progresivamente, a lo largo de decenas de años) las papilas gustativas. Las físicas. Porque el hecho de que nos hubiésemos reencontrado me supo como nunca nada antes me había sabido. Mentalmente.

Le hablé del extraño fenómeno ígneo de Orce y le aseguré que, a pesar de haber estado años reflexionando sobre si aquello era una forma de vida o no, no había hallado respuesta. Es verdad que, como te conté antes, aquella amiga me había dicho que había visto repetirse el fenómeno antes, pero yo nunca más lo vi con mis propios ojos. Anduve dispersándome por la vida contemplando con atención el fuego de cada una de las chimeneas con las que me topaba, con la ilusión de ver el proceso repetirse, y nada.

Aunque a veces pienso que lo mejor es que no se hubiese repetido: prefería vivir con la ilusión de velar por verlo repetirse, aunque fuese una vez más. Le comparé lo que había significado para mí ese suceso único en Orce con lo que había significado para mí nuestro único beso. Igualé ambos sucesos conceptualmente, para que me entendiese. No opinó sobre ello, ¿quizá me ocultó algo?

Pero lo importante era eso: que de alguna forma me alegraba de que ninguna de las dos cosas se hubiesen repetido antes de nuestro reencuentro. Y es que viviendo ilusionado por aquellos misterios cuasi mágicos, la vida me llevó a donde me llevó, a aquella discreta cafetería parisina donde nos reencontramos fortuitamente. Donde el Sena había sido irrigado por las lluvias y los efluvios de primavera millones y millones de veces.

A pesar de que sus muletas y mi bastón se entrometían entre nosotros, logramos despedirnos con un abrazo. Nada de besos.

Me dio su número teléfono. ¿Otra vez?, ya me lo diste en su día. No, en su día te di mi teléfono equivocado adrede: bailaban un par de números. Total, a mí me daba muchísimo miedo llamarte por teléfono. Lo imaginaba, si bien cada vez que me llamaba un número desconocido pensaba que podrías haber marcado mal, o bien, el teléfono equivocado que te di. Otra prueba de que fuimos un misterio. Sí, lo fuimos, lo somos y lo seguiremos siendo.

Y desde ese momento no perdimos contacto ni una sola vez. No queríamos pasar más de una vez por aquel trance que, con la tontería, se nos había alargado casi toda una vida, entera. Con una vez que nos hubiésemos perdido ya había sido suficiente.


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