Sobre los animales de compañía y por la muerte de un amigo
Era navidad. De eso estoy seguro. ¿Qué
navidad?, imposible concretar, miro atrás y sobre el alféizar de lo que fue, o
de lo que sigue siendo, veo algunos años ordenadamente colocados, mientras que
otros andan contrapuestos.
Hoy, quitando el polvo a algún recuerdo y
sacando brillo a alguna que otra reminiscencia, me he encontrado una navidad
encima de otra. ¿Quién ha dejado esto así?, pregunto dentro de mí, a ver si
diese con quien ha cometido tal travesura. Por más que nos engañemos, me temo
que no es alguien quien responde dentro de nosotros; esa voz interior que nos
acompaña todo el rato sería un mero truco de la mente: el silencio
interior es el silencio de las catedrales, grandioso y celestial pero con un
indiscutible olor a cerrado.
Estoy seguro de que aquello fue en navidad
porque por aquellas alturas sólo nos veíamos durante esas fechas, una vez al año.
Antes era a diario, desnudos, vestidos, risueños o enrabietados, también eso,
pero al menos nos veíamos. Cómo decirlo, olía a prado verdescente en los albores
de nuestra amistad.
Siempre habíamos acunado el sueño de
bañarnos en aguas termales al aire libre mientras nevaba. Alguna noche, aunque
sólo sea una, eso tenemos que hacerlo. Y podemos preparar un caldo caliente
para tomar mientras nos pelamos de frío, genial, me parece muy buena idea eso
también.
Era un sueño muy difícil de conseguir
porque tenía que darse la eventualidad de que coincidiésemos en el mismo sitio,
en la misma fecha y que además estuviese nevando. Pero que fuese un sueño tan
improbable lo dotaba de mucha más grandeza todavía.
Me explico con un ejemplo. Este amigo que
te digo siempre tuvo el sueño de nadar entre delfines. Cuando nade entre
delfines ya puedo morirme tranquilo, dicho por él, tal cual. Lo curioso es que cuando
me lo dijo lucía ya algunas canas, era marinero en alta mar y por lo tanto había
tenido varias ocasiones de hacerlo. ¿Por qué crees que nunca se había dado tal
zambullida teniendo los delfines a apenas tres varas de distancia?
Él tenía su opinión personal al respecto,
claro. Y yo he hecho mis cábalas sin necesidad de preguntarle: quizá sea porque
no se quería morir, ni tranquilo ni nada, quizá sea, y lo uno encaja con lo
otro, porque él era de esas personas que tienen muchos sueños por cumplir. Y
porque era muy cabezón, eso también.
Fue gracioso, o al menos a mí me hizo
gracia. Tras ser sorteado entre varios hervores tridimensionales, el copo de
nieve perdió el juicio gravitacional y fue cayendo y cayendo hasta ir a
colocarse en la mismísima punta de mi napia. Para reconocer la partícula, mis
dos pupilas se fueron juntando encaminadas hacia el centro del tabique de mi
nariz, de forma que acabé adoptando mirada de alelado. Y entonces estornudé
estrepitosamente.
El desaventurado copo salió disparado y se
hizo añicos contra la bartola de mi amigo, que emergía sobre el agua barbotante como una sandía que no hubo forma de levantar durante la cosecha, ni entre
cuatro mozas, y que por tanto se quedó allí en el huerto; meses y meses allí
varada quedó hasta que llegó el monzón, y
la cosa llegó tan lejos que incluso su corteza se emblandeció.
Contuve mi risa cuando mi mirada se
levantó hacia la suya: al cruzar nuestros ojos descubrí que había un reguero
de lágrimas en sus pómulos. ¿Qué te pasa ahora, gilón?
No tío, va en serio, estoy llorando en
serio. Es que este año me ha ocurrido una cosa que no te he contado. Bueno, le
ocurrió a una compañera, no a mí. Pero para el caso es lo mismo. Entre amigos
es todo lo mismo, si la amistad es pura.
A ver, cuéntame. Y perdona por el absurdo
del copo catapultado, pero es que me he sentido unas cosquillas incontenibles en
las fosas nasales.
No te preocupes por eso, ni lo he notado, pero
déjame que te cuente.
Y me contó lo siguiente:
Una compañera suya había muerto ahogada
aquel otoño cuando cruzaron el Atlántico.
Nadie vio su cadáver, pero, dado el bravo
oleaje y la temperatura, la posibilidad de supervivencia era
prácticamente nula. A lo que hay que añadir que no había tierra a millas de
distancia y que cayó al agua desde más de una docena de metros de altura,
golpeándose en la nuca con la quilla.
Por eso, al contármelo, mi amigo usó las
palabras «había muerto» en vez de «habría muerto». Él siempre fue muy
meticuloso con el lenguaje, y usar «habría
muerto» al enhebrar el relato hubiese sido muy crédulo por su parte, abriendo
un fajo de posibilidades dudosamente optimistas sobre aquel acaecer. Y como te
comentaba antes, él era de todo o nada.
De modo que era evidente que su compañera
había muerto. Y lo que más estremecía a mi amigo era que ella le había sustituido
en uno de sus turnos en cubierta, debido a que él se encontraba muy indispuesto
desde el día anterior.
Se me trenza un nudo en la garganta de
sólo pensar que ni la peor indisposición se acerca a lo que al final ella tuvo
que padecer. Pero, por otro lado, si hubiese sido yo el que hubiese estado en
cubierta en ese momento, entonces tú y yo nunca más…
Te entiendo, te entiendo, tranquilo. No
tienes culpa de nada, aunque una vez abierta en canal, dentro de ti, la
fresadora del estrés post-traumático, dé prácticamente igual lo que te diga para
animarte. Lo sé, lo siento. Ojalá conociese las palabras justas que necesitas
escuchar. Hacemos lo que podemos unos por otros, ¿no es así? «Parce que c'était lui;
parce que c'était moi», como decía Montaigne en su ensayo De l'Amitié: la amistad, esa melange universal donde los
cuerpos se confunden en uno solo, sin necesidad de roce ni penetración. Oye,
escúchame, ¿por qué no bebes un poco de caldo y te calmas? Después, cuando tu
garganta se vea más sosegada, te seguiré escuchando.
La última vez que fui a ver a este amigo
no lo vi realmente.
Tiempo después de aquella navidad él
volvió a la ciudad donde nos criamos. Me alegré mucho de volver a verle.
Además, te juro que tenía el guapo subido, como se suele decir, con lo cual me
alegré por mí y por él. Él siempre ha sido muy atractivo, pero ese día más
todavía. Me estoy refiriendo a su interior, claro está. Tenía una personalidad
avasalladora: en el sentido de que era capaz de arramblar con ese tipo de
pensamientos agridulces que no sirven para nada. Y si había que llorar por una
causa justa, lloraba como un descosido y delante de quien fuese, pas de problème. Un luchador en toda
regla.
Y eso, que el día que volvimos a vernos tenía ese tipo de guapo subido y, nada más verme, me dio un abrazo tan
categórico que me entró complejo de folio. Luego me dio tal apretón de manos con
sus callosos dedazos que de folio pasé a papel de calco. Pero que eso, que qué
bien sienta a veces sentirte tan pequeño, y recibir cariño tan transparente y
cercano.
También asocié su guapura a que era la
primera vez en muchos años que nos veíamos fuera del invierno. Como el verano
ya estaba bastante pronunciado y los frutos empezaban a engordar, se ve que
algún brote verde había madurado en su ya de por sí vigorosa forma de verse a
sí mismo y vernos a todos.
Me dijo que en ese momento justo
tenía que hacer un recado, pero me emplazó a vernos en tan sólo cinco minutos
en el bar de la rambla, «y allí me cuentas lo mejor que te haya ocurrido este
año; no quiero negar lo malo, pero quiero empezar por lo bueno», me dijo
textualmente. Ahí me recordó a lo que defiende el yogui Ramiro Calle: no se
trata de engañarse respecto a lo malo de la vida, ni de reprimirlo, sino de que
más bien hemos de intentar ver dichas insidias pasar delante de nosotros como
si fuesen una película a observar y sobre la que reflexionar cabalmente, aunque
el final no convenza a nadie.
Pasados los cinco minutos llegué al bar y,
como te digo, no lo vi realmente. En cambio había allí reunido
un grupete de antiguas glorias de nuestro colegio. Era raro que nos juntásemos
tantos, pero era normal dentro de que era un periodo del año donde muchos
cogían vacaciones.
No sé si sentirme culpable por el hecho de
que no le eché de menos durante la media hora larga que estuve en aquel bar. En
principio, pensé que su recado se había prolongado más y que llegaría tarde o
temprano. Después, pasada media hora, me surgió un imprevisto y me tuve que ir
yo del bar. El tema es que cuando me fui no caí en que me había ido sin
verlo. Supongo que una parte de mí pensó subconscientemente que no pasaba nada,
que las vacaciones sólo acababan de empezar y que lo vería en breve, si no ese
mismo día seguramente el día de mañana. Pero no fue así, en absoluto fue así.
Realmente no volví a verle.
Él murió cinco días después de aquello, y
no ha traslucido cómo. Ninguno hemos querido preguntar sobre ello a la familia,
lo que es inseparable del hecho de que esta mantuvo un discreto silencio al respecto.
Hemos captado la indirecta y no hemos querido temernos lo peor, pero no hemos
tenido más remedio que temerlo.
No quiero mentirte y por eso te digo que
este texto a lo mejor no es para ti, ya que sobre todo es para él. Es una
exequia en su nombre, el típico in
memoriam. Te preguntarás por qué no aparece, entonces, su nombre por ningún
lado. O por qué te has metido donde no te llaman, aunque esa pregunta igual te
la tendría que hacer yo a ti, si nos ponemos. No sé tú, pero yo tengo mis
motivos para todo ello y espero que no acabe arrepintiéndome tarde a temprano,
como tantas veces me ha pasado. Pero de momento los mantengo.
Aunque algunos llamarían a lo que sigue la
actitud del perdedor, para mí sigue formando parte de su actitud de luchador.
La cosa es que él decía algo así como que los nombres no son importantes, pues
se acaban borrando al igual que todas las personas acaban siendo sustituidas;
que lo importante es lo que la persona hace durante el día, y sobre todo lo que
hace o piensa durante el último día. Y el efecto o el eco que dejan dichos
días. Decía eso, justo eso, sin especificar más: «Somos el efecto o el eco de los días», todo
junto. ¿Tú a qué crees que se refería?
Ya desde adolescente estaba muy espabilado
(parte de su atractivo), y muchas veces en el patio de recreo, con su socarronería
habitual, solía hacerme la pregunta ¿Qué día somos hoy? Ni por asomo me
preguntaba sobre en qué día de la semana o del calendario estábamos viviendo,
quería tantear otra cosa sobre mí, mucho más profunda. No es una pregunta de
cateto, como a muchos les suele parecer, para empezar porque está
gramáticamente bien construida, pero también porque, si lo piensas, tiene
muchos más sentidos ocultos y decentes de lo que parece. ¿Vamos a por ellos?
En la semana que siguió a la muerte de mi
amigo, mi cachorro fox terrier empezó
a comportarse anómalamente. Comía perfectamente, su salud física seguía siendo
la de un roble y cuando lo sacábamos a la sierra corría como una bala, dando
sus inconfundibles brincos de liebre entre los piornales. Pero en casa la cosa
era bien distinta: ya no se subía a la cama a ovillarse en mis pies poco antes
de que el día rompiese, como había venido haciendo desde que no se separaba una cuarta del suelo. Y lo que era más raro: le lanzaba su pelota y, aunque iba hacia ella, se
detenía justo a unos centímetros de esta y entonces se giraba muy lentamente
hacia mí y se me quedaba mirando, sin llegar a cogerla nunca, con las orejas
abatidas y la mirada perdida. Era algo totalmente nuevo en él.
Pasada una semana y de forma muy paulatina
fue desadoptando ese comportamiento anómalo. Todos hicieron conjeturas sobre su
actitud, a cada cual más estrambótica, pero me temo que la más disparatada era
la mía, sobre todo porque me llevó años conjeturarla. No fue sino poco después
de que mi cachorro también falleciese que tome una conclusión sobre lo que
había ocurrido aquella semana, años atrás.
Creo de veras que durante esa semana me
estaba mandando un mensaje, y que ese mensaje acabó de llegarme cuando hubimos de sacrificarlo
debido a la suma de tumores que en su senectud le atenazaron.
En el día en que lo sacrificamos cometí un
error imperdonable. Un error que puede cometer cualquier persona, ese tipo de
error del que nadie te avisa y que tú nunca hubieses sido capaz de anticipar por
ti mismo. Y aun con ello, imperdonable. Para que no te ocurra a ti, y por si mi
personal relato te pudiese servir de algo, te aviso: si alguna vez tienes que
sacrificar a un ser querido, deshazte de sus juguetes antes de tal desenlace, y nunca
después. Porque, si lo haces después, puede que mientras recoges sus juguetes te llegue un mensaje que no podrás sino
leer, un mensaje que te envía la vida, que te envía tu vida, que te envía su
vida, que llega a ti a fin de cuentas e independientemente de cuáles sean emisor
y el canal, pero que te llega demasiado hondo.
«Cuanto más feo se vaya haciendo tu perro,
más lo vas a querer. Ésa es la magia de los perros cuando son animales de
compañía o mejores amigos», me contaba mi amigo durante una de esa navidades en
que volvíamos a vernos y recapitulábamos sobre lo mejor y lo peor que había
ocurrido ese año, pero empezando siempre por lo mejor.
El invierno en que me contó eso tuve que
rapar al cero a mi perro porque había cogido una extraña afección en la piel,
seguramente a causa de su denodada manía de despanzurrarse sobre cada mojón de
vaca. Mientras que los gatos se acicalan para no oler a comida y así no ser
detectados por posibles depredadores, los perros optan por arrimarse a la
putrefacción y así mejorar sus defensas. Actitudes contrarias para un mismo
fin: luchar contra el destino. Al menos durante un tiempo.
Bueno, pues tenías que haber visto lo mal
entre comillas que le quedaba aquel rapado; frágil, delgadísimo y glabro, yo
diría que se había convertido en la viva
imagen de aquel niño tiñoso de El camino de
Delibes. Hasta tuvimos que afeitarle aquellas cejas que le daban un toque de
peluche erudito. Ahora su rostro parecía pasado por un filtro fotográfico de
los que se usaban antiguamente para que tu faz perdiese, difuminada, la mayoría
de rasgos distintivos; ahora parecía un perro del montón, y probablemente
un perro que te pudiese contagiar algo. Pero mi amigo llevaba razón: toda
aquella metamorfosis despertaba más cariño y afecto en toda la pandilla hacia
el malogrado ente cuadrúpedo, y eso ya era mucho cariño. Lo cual era un sesgo
perceptivo y por lo tanto un notable error por nuestra parte: porque el perro
era exactamente el mismo.
«Y míralo por el otro lado: los perros
nunca se hacen conscientes de que su dueño tenga demencia senil o canas o arrugas o
celulitis, ni nada parecido.» Ergo estábamos tratando al perro de forma
injusta, o al menos no con la misma cándida y nada superficial justicia con la que él nos trató
durante toda su vida.
Como sabía que vivo solo y que además
estoy más solo que la una, un día de reyes que yo estaba especialmente abatido (porque a mi perro le había surgido su primer tumor), mi amigo se
presentó por sorpresa en mi casa y me regaló un libro: D'autres vies que la mienne, del maestro Carrère. El libro es una
biografía de un caso real de cáncer terminal, y cuando digo real digo real.
Digo real porque el libro describe la fase final tal como es. O al menos se
aproxima lo suficiente, ya que sólo cuando tú y yo nos veamos en una situación
así, si es que tenemos que vernos, comprenderemos lo que es la realidad, esa
realidad.
Lo del libro lo menciono porque durante el
entierro, tratando de no llorar a moco tendido pero apenas consiguiéndolo, me vino a la mente
uno de sus pasajes. Es ese en que un paciente le dice al psicoanalista de
cancerosos (y también canceroso) Pierre Cazevanne: «Quizá sea eso lo que
buscamos a lo largo de la vida, nada más que eso, la mayor congoja posible
para llegar a ser uno mismo antes de morir.»
Conecté con ese pasaje al ver que habían
tallado en su ataúd el latinajo non
serviam, que describía perfectamente cuál había sido su actitud en la
vida: no someterse a absolutamente nada con lo que no estuviese de acuerdo, y
luchar a capa y espalda por imponerse, o, como en esta era se empieza a decir,
empoderarse ante afrentas que traten de oprimirnos. Si te fijas, non serviam es la última consigna que
esgrimiría un perro. Y aun con esas, nuestra relación (la de los tres entre
nosotros, y la de los tres para con todos los demás), corría como la seda.
Prueba de que las cosas se pueden hacer bien incluso cuando las diferencias
parezcan irreconciliables. Actitudes contrarias para un mismo fin.
Desde que leí ese pasaje por primera vez
he estado muy atento al uso de la palabra ‘congoja’ en la traducción desde el
francés. Pasé incluso un prolongado tiempo buscando la palabra que se usó originalmente, hasta que la encontré: chagrin, tal como la usa
el mismo paciente, Louis-Ferdinand Céline, en su novela Voyage au bout de la nuit.
Congoja
viene del catalán congoixa y
significa ‘con aflicción’, o ‘con pena’. En la primera lectura no me
caló muy bien la idea de que en el momento final de tu vida tengas que, además
de todo el pesar, añadir más pesar todavía para arrostrar el trance final de
asimilar lo que eres (¿nada?, ¿o todo?).
Por eso a priori pensé que había sido un
desliz del traductor y quise leer lo que sigue: todo lo que vamos buscando a lo largo de nuestra
vida es tener los santos cojones (u ovarios) para que,
una vez la enfermedad o la degradación lleguen a nosotros, no irnos con un mal sabor de boca.
Eso, además, encajaba mucho más con la personalidad de mi amigo, que era mi
principal lazo de conexión con ese libro, pues ni al autor ni al traductor ni
los conocía, aunque me encantaría. Porque aunque una de las traducciones más
directas de chagrin es ‘dolor’, ‘congoja’
es definitivamente la más exacta en ese contexto. En los dos párrafos siguientes voy a
expresarme sobre por qué así lo pienso.
Carrère también afirma esto en otra parte
de su libro: nuestra neurosis llega a su final cuando averiguamos quiénes somos.
Aunque no sea explícito al respecto, ¿cómo conectaría el autor esa afirmación
con lo que aludía Louis-Ferdinand Céline sobre la congoja de averiguar al final
de nuestra vida lo que somos?
Ya hablando de mi experiencia personal, considero
que si hay una veda de valentía y cuyo tránsito cuesta horrores es la de
admitir sin remilgos nuestra discapacidad mental (cada uno con la suya); pero
claro, si lo piensas, es también acongojante que hayamos estado viviendo tantos
años con ella a cuestas y sin apenas prestarle atención. Acojona también
barajar que, aunque uno se piense lúcido y cuerdo durante buena parte de su
vida, el tránsito del tiempo y la llegada a la edad provecta nos puedan traer
en bandeja chaladuras u oligofrenias de libro. Pero convengamos que lo mejor
es, en vez de negarlo, afrontarlo: verlo pasar frente a nosotros con toda
nitidez. Supongo que por todo esto a veces las palabras congoja y cojones nos
bailan en la glotis, y tienden a adquirir significados que se asemejan. Además del brío, parece ser que todos llevamos un indómito temor
latiendo bajo ciertas pleuras.
Lo sacrificamos de madrugada. Al amanecer llegué a casa y sin consuelo alguno logré juntar sus juguetes en un atillo y los
llevé a reciclar. Menos el mapache de esparto, con él no supe qué hacer y lo
dejé no sé dónde, tampoco es que en ese momento tuviese demasiado control sobre
mis actos. Con todo, sí que recuerdo el tipo de mañana que se había levantado:
la de uno de esos días a camino entre marzo y abril, esos en que se despliega
un cielo tajantemente despejado tras una semana alfombrada de aguaceros, esos
en los que, como dice el refrán, las nubes dejan de llorar para que los campos
empiecen a reír.
Tracé un plan: buscaría alguna parcelilla
de tierra mojada y con mis propias manos haría un pequeño hoyuelo. Con ánimo de
que el olor a tierra removida y fértil me ayudase a dar el primer paso en mi
proceso de duelo, salí a pasear al parque donde lo llevé día sí día también, a
la hora de siempre. Bastantes cosas se me dan regulín, y una es adiestrar
perros, así que no le enseñé muy bien a dejar de dar tirones a la correa. Puede
que sea por eso por lo que sentí mi mano derecha muy rara durante el trayecto,
como si estuviese excesivamente destensada, una artrosis reversa. Mi plan salió
mucho mejor de lo que pensaba: al remover la tierra sentí que mis manos no eran
sólo mías sino también las de un niño.
En un momento, entre el sol y yo se
posicionaron otros cuerpos. Y como quedaban sajados por el contraluz, tardé un
poco en diferenciar lo uno de lo otro. Además de que algún volumen opaco de luminancia convolucionaba alrededor de sus ropas y extremidades, lo cual hacía aún más
difícil mi treta perceptiva. No tardé demasiado en comprender que una de
aquellas figuras era un animal: con casi toda seguridad un perro. Sin embargo,
¿por qué se desplazaba con una trayectoria tan rectilínea?, tan perfecta. Como
corría hacia mí, no tardó en salir de aquel juego de volumetrías azul celeste y
pude delinear mejor, en mi mente, su silueta.
Era un perro paralítico. Y aquellas
personas habían empleado su tiempo en construirle una silla de ruedas a base de
tuberías ensartadas unas con otras y dos ruedas de madera. No podía agitar su
cola para mostrar su alegría, pero sólo había que fijarse en la gracilidad de
su galope delantero como para entender que se lo estaba pasando teta. Por ello,
la primera impresión que me dio es que en ningún momento se consideró
paralítico. Para él todo seguía igual, o casi igual.
Ya estando más cerca pude ver mejor, entre
el entresijo de tubos, sus dos patas traseras. Una estaba arracimada sobre la
otra, y ambas flotaban unos centímetros sobre la grava. A lo mejor no sólo
no se sentía paralítico, sino que, encima de todo, sentía que estaba volando.
Le acaricié sus cuartos delanteros y como
respuesta entreabrió su faz: un galipo de baba se le salió entre los colmillos. No cayó, quedó colgando. Eso evidenció que su problema no era sólo
motriz, puede que hubiese algo más.
Instantáneamente me acordé de mi amigo, este del que vengo hablando y que falleció años antes de aquella mañana. Me acordé porque él tenía una teoría:
«El mundo iría mejor si comprendiésemos que no todos los locos babean.» No hay
que ser un as para entender lo que en el fondo quería decir con aquello, ni
tampoco creo que haya que serlo para entender que esa frase puede ser dada la
vuelta sin dejar de tener un buen sentido, y más viendo lo de aquel perro.
Me parece más interesante reflexionar
sobre algo que sentí o presentí en cuanto me acordé otra vez de mi amigo
durante aquella trascendente mañana: que un mensaje que él me había mandado cuando
éramos niños me acababa de llegar, justo mientras acariciaba aquel perro y poco
antes de felicitar a sus cuidadores por dedicar buen tramo de su vida a aquel
tipo de bonhomentes actos.
En ingeniería de telecomunicaciones existe
un término llamado handshaking
(estrecharse la mano). Resumiéndolo mucho, podemos imaginar a dos dispositivos
electrónicos tratando de comunicarse: uno le manda un mensaje al otro. A
diferencia de con las personas, a las que nos llegan mensajes muy claros sin
que hayamos pedido escucharlos (como cuando tu ex te dice que tiene nueva
pareja), para que un dispositivo reciba un mensaje tiene que responder a otro
con la consigna: «OK, recibido.»
Si ese acuse de recibo nunca llega, si nunca
llegan los dos dispositivos a ‘estrecharse la mano’, el mensaje queda perdido (pero sigue enviándose)
sin llegar nunca a mostrarse en el dispositivo receptor. Algo peculiarmente
significativo en la tecnología inalámbrica: el mensaje queda perdido en el
vacío por los evos hasta que algún dispositivo que ‘choque’ en su trayectoria
pueda ‘estrecharle la mano’. Y entrecomillo choque porque en el vacío
inalámbrico nada puede, literalmente, chocar. Lo sé, esta paradoja es difícil
de entender si no estás ducho en la lid ingenieril, pero vas a comprender
enseguida por qué saco a colación esto de ‘estrecharse la mano en el vacío’. Si
es que no lo has comprendido ya. Hagamos un poco de esfuerzo en cualquiera de los casos.
Kierkegaard, padre del existencialismo,
pero sobre todo propietario de un tupé que ni Johnny Bravo, proponía que tenemos que
intentar no perder conexión con aquello que nos es afín. De lo contrario,
tenderemos a ir cayendo por una espiral hacia abajo que él denominó La Caída y
que no se diferenciaría mucho del término psicológico Depresión.
Yo no soy filósofo, así que puede que me
equivoque al dilucidar que lo anterior
puede tener mucho que ver con el hecho de que las personas que pierden
un ser querido no las tienen todas consigo para evitar caer en un proceso
depresivo. Una vez la comunicación se pierde, una vez los mensajes de esa
persona dejan de llegarte, una vez las manos ya no pueden estrecharse si no es
con un rigor insoportable que impide cerrar con decoro una palma sobre otra, la
persona empieza a asomarse a esa espiral.
Algo que me parece interesante de esta
teoría del guaperas danés es que esa conexión no tiene nada que ver con cosas
físicas o medianamente tangibles. Él llamaba Existencia Auténtica a un tipo de
transcurso vital en el que tú recibes y envías mensajes a aquello que, como
decíamos, ‘te es afín’. Lo contrario, la Inexistencia Auténtica, es estar
comunicado o conectado a lo que no te es afín, y ello te aboca a La Caída.
Pero, ¿qué entendemos por ‘lo que te es afín’? Para empezar
déjame decirte que es una expresión que me he sacado de la gorra para intentar
ahondar en esta teoría de forma que la podamos entender mejor, especialmente
los legos en la materia.
Mi perro era afín a mí, mi amigo era afín
a mí, aquellas personas que ensamblaron tuberías para ese perro eran afines a
mí (aunque no los conociese), el oxígeno en cuarto cerrado es afín a mí, el
olor a tierra mojada es afín a mí. Por el contrario, un ruido ensordecedor
mientras pretendo dormir no es afín a mí, la radiactividad no es afín a mí, las
personas que prevarican con el dinero de todos quitándoselo a los que tienen
diversidad funcional no son afines a mí, los dueños de perros peligrosos que no
les ponen bozal no son afines a mí, los amigos que se hacen pasar por amigos
pero que en realidad sólo quieren acostarse contigo, que te están utilizando,
no son afines a mí. Y supongo que tú tendrás tus propias cosas ‘afines a ti’ y
muchas de ellas diferentes a las mías. Y tan panchos.
Así que durante muchos años estuve
desconectado de algo muy afín a mí: mi amigo. Desde el día en que murió
perdimos conexión, y yo, sin darme cuenta, había empezado La Caída. A lo cual
no ayudó ni mucho menos la posterior muerte de mi perro.
Sin embargo, aquella mañana algún
dispositivo se encendió dentro de mí y empezó a ‘recibir mensajes’, y a darles
confirmación de lectura. Estreché la mano de mi amigo en el vacío, bajo un
cielo abierto y ante un marzo que prometía otra primavera. En ese instante, a
la pregunta que me lanzaba cuando éramos críos (¿qué día somos?) yo ya podía
responder: soy este día. OK, recibido. Eres este día.
Sartre proponía que no somos cosa sino
proyecto. Por ejemplo: con aquella labor desinteresada aquellas personas
evitaron ser cosas para ser ese proyecto. Algo que tiene bastante que ver con
otra cosa a la que se refería Kierkegaard: Empuñar tu
Vida. Cuando no pierdes conexión con aquello que te es afín, cuando luchas por
ese proyecto, Empuñas tu Vida y empiezas a alejarte de las espirales para
evitar La Caída.
Con aquella mano de póker que la vida me
mostró esa inolvidable mañana yo estaba, no sólo empuñando la mano de mi amigo,
sino también la mano que la vida me tendía, empuñaba así mi vida. Junto a él, junto a su
cuerpo ahora desintegrado y polvoriento, yo Empuñé el proyecto que más lógica
cobraba para mí: transformarse en los días que empezamos a ser cuando, en aquel
patio y entre llantinas y risotadas de chiquillos, él me preguntaba: ¿Qué día
somos? Mensaje recibido: somos ese día. Este día.
Todavía a estas alturas mi interpretación
preferida del término japonés mono no
aware es la de Alan Watts: «El eco de lo que ha pasado y ha
sido amado.» «Somos el eco o el efecto de los días», decía mi amigo, sin
especificar más.
Recientemente he estado bicheando más
sobre ese término y he dado con unas definiciones que también me parecen muy
buenas, y que creo que también explican muy bien por qué me di cuenta de todo lo que estoy contando justo en una mañana como
aquella. Son las que da Ana Romero en el programa radiofónico Asia Hoy: «Mono no aware es la ‘emoción sublime’, el color de los árboles y la
hierba al ver un paisaje, el viento de otoño, las brumas al amanecer, el
arremolinamiento de las nubes en el cielo, escuchar música lejana durante una
noche de verano o estar mirando la luna.»
Porque en inglés aware también significa cerciorarse, darse cuenta. Antes de
abandonar ese parque yo me di cuenta de que el mensaje de mi amigo me había
estado llegando, pero también me cercioré de que yo había empezado, hace años,
a enviarme un mensaje a mí mismo, el cual estaba recibiendo justo ahora: lo
tantísimo que quería a mi amigo. Y cómo pude no decírselo cuando, bañándonos en
las aguas termales mientras nevaba, él me contó lo de la desaparición de su
compañera, cuando él entrevió que no estaría siempre junto a mí, de cuerpo presente.
Mono no ware en japonés también
significa pena, melancolía: congoja, chagrin; pero no dolor, no únicamente dolor. Dolor y placer.
Nos queríamos tanto que jamás hubiésemos
tenido sexo entre nosotros. Sé que tener sexo con un amigo es lo último en
que se debe pensar. Pero lo menciono para ahora referirme a esa teoría de que
estadísticamente es muy raro que un amigo te resulte atractivo físicamente,
aunque cumpla con todos los patrones físicos de lo que te resulta erótico. Tiene
que ver con el hecho de que subconscientemente empezamos a considerar a los
amigos familia nuestra, sangre de tu sangre, parte de nosotros. Y biológicamente ya
se sabe que el incesto no es el mejor caldo de cultivo para tener descendencia
física.
Tengo la discreta y subjetiva opinión de
que Carrère se puso un peldaño por encima de la muerte en D'autres vies que la mienne, que la miró por encima del hombro. No
creo que él pretendiese eso, no hablo de vanidad, digo que simplemente lo
consiguió, puede que sin darse cuenta. Y que en sus disquisiciones se limpió de
un palmo los límites que nos ponen nuestros cuerpos (especialmente cuando
decaen) a la hora de mantenernos conectados con lo que nos es afín, con la
Existencia Auténtica, con el eco o el efecto de ‘emociones sublimes’ que afluye
desde la vida hacia nuestros sentidos físicos y no tan físicos.
Esa opinión me sobrevino al volver del parque y sentarme a releer un pasaje en que el protagonista se ve en el lecho junto a su mujer tras recibir una noticia devastadora. Como es su mujer, y como aquí nadie se chupa el dedo, entendemos que además de amor había atracción física.
Sin embargo, al recibir esa noticia él se da cuenta de que hay algo más allá entre ellos y que es lo que verdaderamente sacude su esencia, lo que somos en esencia. Algo que, siguiendo a Sartre, deja de tomar por cosas a las personas y las transforma en proyecto. Algo que con su sola relectura hizo que me acordara de mi amigo ya fallecido, y que me llevó a darme cuenta: «Quisiera que un día llegue a la vejez, que su piel sea vieja y devastada y seguir queriéndole».
En ese preciso instante me llegó el mensaje y di confirmación de lectura, justo al leer esa línea me di cuenta de lo tantísimo que lo había querido. Y con este texto únicamente he querido expresar eso, aunque quede a la deriva y en el vacío esperando que él lo empuñe.
Esa opinión me sobrevino al volver del parque y sentarme a releer un pasaje en que el protagonista se ve en el lecho junto a su mujer tras recibir una noticia devastadora. Como es su mujer, y como aquí nadie se chupa el dedo, entendemos que además de amor había atracción física.
Sin embargo, al recibir esa noticia él se da cuenta de que hay algo más allá entre ellos y que es lo que verdaderamente sacude su esencia, lo que somos en esencia. Algo que, siguiendo a Sartre, deja de tomar por cosas a las personas y las transforma en proyecto. Algo que con su sola relectura hizo que me acordara de mi amigo ya fallecido, y que me llevó a darme cuenta: «Quisiera que un día llegue a la vejez, que su piel sea vieja y devastada y seguir queriéndole».
En ese preciso instante me llegó el mensaje y di confirmación de lectura, justo al leer esa línea me di cuenta de lo tantísimo que lo había querido. Y con este texto únicamente he querido expresar eso, aunque quede a la deriva y en el vacío esperando que él lo empuñe.